16 abril 2016
10 octubre 2010
Coracora, allá voy
Mateo me había enviado una tarjeta de invitación para el quince-años de su nieta. ¡Oh, Dios mío, Mateo, abuelo!? Si todavía persiste en mi memoria la figura de aquel muchacho delgaducho y de mirada inquisidora que un día mi padre había llevado de Coracora a la grande e ilusoria urbe llamada Lima. Mi casa, es decir, la casa de mi padre, siempre era acogedora para los coterráneos. En ese entonces yo tendría quince años y Mateo, algunos añitos más que yo. En vista de que la casa quedó estrecha improvisamos más camas en un pequeño cuarto que antes había sido jardín. Y allí dormíamos con mis hermanos y con el muchacho delgaducho que pronto se integró a la familia. Mi hermana Juana tenía su negocio de Abarrotería en donde ayudaban mis otros hermanos Alejandro e Irene; y, Mateo se reveló allí como un excelente ayudante en la compra de mercancías del mercado mayorista llamado La Parada. Luego…
Bueno, no voy a salirme del tema. Mateo me había cursado la invitación hace unos días, pero no pude asistir. Poco después me llega otra tarjeta, esta vez, para las fiestas patronales de Coracora en donde él ostentaría el cargo de nada menos que de Capitán de Plaza en las corridas que tradicionalmente empiezan el 6 de Agosto.
Ocultamente yo abrigaba el deseo de estar en mi tierra aunque no tenía un plan concreto. Por otro lado, Mi hermana Sofía ya había deslizado en los otros hermanos la insinuación de vacacionar todos juntos “aunque sea por última vez”. De manera que la tarjeta de invitación fue un buen detonante para tomar la decisión de viajar a Coracora. Empecé a imaginarme con Coracora, y por asociación de ideas, aparecía en mi pensamiento la casita rural donde vivieron papá y mamá al que se llega por los caminitos bordeados de magueyes; me acuerdo del pequeño puente sobre el rio “Juan-de-la-Wayjo”. Y, obviamente, en mi pensamiento aparece el ícono de la Virgen de las Nieves, las tardes taurinas, y ¡Oh, maravilla, Mateo nos había separado palco para nosotros! Así que empieza la aventura…
15 julio 2010
5 de Agosto 2010
16 febrero 2010
Tiempo de lluvia
11 febrero 2010
Callecita de antaño
27 mayo 2009
Comentarios del libro "El pequeño viajero" de Vicente Anampa Grados
Con estas consideraciones me permito comentar los relatos que contiene el libro “El pequeño viajero” del profesor y escritor Vicente Anampa natural de nuestros lares ayacuchanos. No me compete hacer el análisis literario sino, en mi calidad de lector, tomar nota del mensaje de su literatura. Enfatizar el contraste social de nuestra nación y resaltar ciertas costumbres ancestrales de nuestros paisanos andinos.
La historia de “El pequeño viajero” implícitamente tiene dos partes: En su primer tramo nos cuenta el viaje de un profesor rural hasta la comunidad en donde le toca trabajar. Y la otra sobre el niño Pablo.
Los citadinos no nos imaginamos las mil peripecias que un educador andino tiene que soportar para cumplir con su misión didáctica. El escritor nos relata cómo es que son las propias autoridades de las comunidades, en este caso los varayoc, los que se esfuerzan heroicamente en contar tanto con un profesor como con un local escolar frente a la desidia y/o lentitud de las autoridades administrativas del Ministerio de educación.
La disparidad exasperante de las condiciones socioculturales y tecnológicos que persiste entre grupos de peruanos nos lo describe así “…se retiraban (los varayoc) de las oficinas llevándose en la mente la imagen de los equipos de cómputo, el gesto de los funcionarios, el fino sonido del teléfono que al llegar a su aldea sería descritas con asombro…”. Quizá a partir de J.M. Arguedas tomamos conciencia de la dignidad de la persona indígena; en el relato de Anampa reconocemos a estos dignos personajes en el Presidente de la Apafa del anexo de Huanaccmarca, don Nicolás Yauri y del Varayoc don Julián Huarhua que son los encargados de conducir al profesor a su comunidad en una travesía de cuatro días partiendo de Coracora.
Hay rituales andinos de larga data que para los habitantes de esta parte puede parecernos extraño. Antes de emprender un largo camino era costumbre encomendarse a los Apus protectores con el rito del Tincay a fin de que haga llegar al viajero con bienestar a su destino. Don Nicolás realiza este ritual “…asperjó con el dedo índice echando un poco de cañazo al suelo, al mismo tiempo que se quitó el sombrero y levantando la mirada hacia el camino…” de este modo ruega la protección de los Apus Wamanis. Otro ritual, durante la travesía, es el del Rumisaywa que consiste en agregar una piedra al cúmulo ya existente en la vera del camino para poder volver pronto al pueblo de partida, y también frotarse con la piedra en los pies para evitar el cansancio de la caminata. La omisión de los rituales puede conllevar fatalidad.
Una costumbre innata del poblador andino es el de dar posada al caminante. Por más humilde que la estancia sea, siempre hay un huésped amable que aligera las fatigas. “Cristóbal Orozco nos hizo pasar al pequeño corredor de su choza, sacó dos cueros de llama y tendió sobre un poyo de piedras invitándonos a tomar asiento, mientras Julián se encargaba de bajar la carga y guardar los animales en el corral…./Por fin, en esta humilde morada encontramos abrigo”.
Muchas veces los viajeros se ven en la necesidad de prepararse al aire libre alguna comida improvisando una cocina de piedras llamada tullpa; aunque los caminantes habituales saben de albergues naturales en cuevas que, como los tambos incaicos, estaban provistas de las mínimas comodidades como un pequeño corral, tullpas, leñas.
La actividad escolar es también para los comuneros un acto trascendental; Son ellos los que incentivan la asistencia de los alumnos de los caseríos cercanos, son ellos los que deciden el inicio de las clases. Dentro de este ambiente, el profesor es un personaje muy respetado al que se le asigna incluso una habitación especial. Pero el profesor siente que todos estos esfuerzos son insuficientes: los niños se duermen por el cansancio que significa trasladarse desde sus estancias hasta el aula. Los niños aguantan “la incomodidad física al sentarse sobre bloques de piedra y escribir sobre algunos trozos de madera o simplemente en la rodilla a falta de mesas y sillas”. Una condición sobrecogedora e indignante que lleva al educador a preguntarse “Y dónde están las autoridades que gritan a todo pulmón en plazas y calles…/cuando son candidatos saludan a todos, enseñan los dientes, regalan politos, gorritos, juguetitos, llaveritos, cargan niños…”. ¿Qué peruano no ha visto en la vida real escenas parecidas?
El niño Pablo recuerda también la absurda discriminación que significa ser un peruano altoandino y por añadidura quechua-hablante “Nos llaman llamichus, salljas. /Cuando mi padre fue presidente de la Apafa hablaba con los funcionarios en quechua y muchas veces era víctima de burla y en las tardes lloraba tomando su cañazo por la oportunidad que no había tenido de asistir a una escuela”.
Reitero que las historias se sustentan tanto en creaciones ficticias como en hechos reales y que la literatura, entre otras atribuciones, tiene el poder de incentivarnos el sentido crítico cuando mediante la lectura confrontamos lo ficticio con lo real.
Es descorazonador y patético cómo nos coge a los peruanos los inicios del S XXI, en que probablemente podríamos situar este relato de Vicente Anampa Grados.